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domingo, 10 de junio de 2012

Charlando con Jesús en PS


Hoy, Jesús, he tenido la suerte de estar un rato contigo. ¡Qué regalo tan grande nos has hecho quedándote para siempre con nosotros en la Eucaristía!

Ahí llegué, entré en casa, en la capilla de PS, te saludé y me senté. Empecé en blanco, simplemente por acompañarte, nada más. Hasta que me invadió la realidad de tu presencia, de que ahí estabas tú y que si yo estaba contigo era porque tú estabas conmigo, porque decidiste quedarte. Me entraron ganas de levantarme y sentarme a los pies del altar, como para hablarte al oído, como quien entabla una conversación de confidencias con un amigo.

Empecé a hablarte de los sacerdotes que conozco y quiero – tu sabes bien quiénes son- , sólo para decirte que les quería y que cuidaras de ellos; no por el egoísmo de que gracias a alguno tu estabas ahí conmigo, sino porque son en verdad la imagen más próxima a tu Evangelio que uno se pueda encontrar; hombres que caminan con un pie en tu tiempo y otro en el siglo XXI, desde la fidelidad a la Iglesia y en la frontera de todos los problemas del hombre, haciéndote presente entre nosotros. Cierto es que personalicé en los sacerdotes Redentoristas, en los de aquí y en varios de América a los que la tecnología me ha acercado. Sí, y también de un Escolapio amigo. Pero además te pedí que “echaras un ojo” a todos los que están en misiones en lugares peligrosos, jugándose la vida, perseguidos y en aquellos de los que casi nadie se acuerda. Y en quienes se preparan para ser sacerdotes. Te hablé, desde el corazón, de cuatro personas, por su nombre. Como de todos los jóvenes que saben que te escuchan, y tapándose los oídos con cada índice miran a otro lado. Pero tú sigues llamando y eligiendo, y para decirte sí y seguirte tienen el ejemplo, la alegría, la entrega, el optimismo y la felicidad de la Familia Redentorista, con una enorme puerta siempre abierta.

Sin ellos, sin los sacerdotes, ni tú estarías ahí ni yo contigo porque ¿quién consagraría el pan y el vino?, para hablarte de mi Amor, sí, de María y de Toya y de Paula; y de mi madre, mis hermanos, mi padre y de otras cuatro personas (bueno, de una ya te había hablado); de mi vida, mi buen Jesús, simplemente de mi vida. Tú la conoces mejor que yo, pero era el momento propicio para contarte. Hablarte de esa sensación de felicidad que tenía ahí mismo, por estar contigo y en ese lugar, charlando de mi familia y de una gran Familia. Cómo han ido cambiando las cosas ¿Verdad, mi buen Jesús? Esos grandes regalos que me has ido haciendo en fechas concretas: un 15 de agosto, un 2 de marzo, un 27 de febrero y un 19 de mayo. Me impresiona cómo me quieres, me impresiona tu fidelidad, tu Amor infinito. Me impresiona que nos dieras el uno al otro para compartir nuestra Vida. Me impresionan mis dos hijas aprendiendo a Vivir. Me impresiona cómo y a quién pusiste para recoger mis pedazos; me impresionan los caminos, las sendas para seguirte. Me impresionan las manos que me mandas. Me impresionan el corazón de María y las caritas de mis hijas. Me impresiona la acogida. Me impresionan las ganas de entrega. Me impresiona amar, querer amar, aprender a amar.

Recuerdas que te hablé de otro ¿verdad? Sí, gracias a él yo estaba ahí a esa hora exacta. Al hablarte de él sonreí por haberme metido un día en su vida. Sonreí por mi intromisión como sonreí por la bronca que me acarreó y el poco caso que hice ni a las palabras ni a los gestos; también por eso estaba ahí, por no haber hecho caso y continuar. Decidí volver a entrar. ¿Cómo me dolió, eh? Me dolió desde el Amor como sólo duele haber provocado ira a quien quiero. ¿Seré tontorrón? También te hablé de uno más, y de su madre; en la vida de éste nunca irrumpí, pero estoy seguro de que también le llamas y le mimas.

Me impresiona la gente que me quiere a pesar de todo (porque tú y yo sabemos que me quieren, aunque les cueste). Me impresiona la gente a quien quiero sin siquiera cuestionar.

Me impresiona, ahora, no haberme sentido pequeñito ni para pedir ni para ofrecer; ahí, ante ti, en PS, en casa.

Me impresiona que en el mismo momento en el que te hablaba de mi amigo José Fernando SchP, él nos tuviera presentes en su oración.

Te hablé de ti, mi buen Jesús. Y te hablé de mí, de los caminos, del futuro; pero serás tú quien vaya decidiendo sobre eso. Te pedí por los que ni te quieren, ni te ven, ni te conocen. Te pedí por todos los parados, por los que no ven salida. Te pedí por los que no tienen a nadie que pida por ellos.

Y yo sentía que al hablar de María y de mis hijas el corazón se me salía – creó que se me llegó a salir al preguntarte por las dos criaturas que no llegamos a conocer-, y cómo latía también acelerado por esas otras cuatro personas; creo que ni ellos mismos, sólo tú sabes cómo y cuánto les quiero. El corazón se me salía, latía acelerado, estando sin embargo sosegado.

Me impresiona tu paciencia, porque mira que soy pesado cuando me pongo.

Me impresiona la escucha; me impresiona escucharte. Me impresiona y me emociona la cruz que cuelga sobre mi pecho.

Me impresiona no haber vuelto a casa surfeando a medio metro sobre el suelo, sino con los pies bien puestos sobre el asfalto.

Me impresiona haber estado ahí contigo, mucho más queriéndote que “adorándote”.

Me impresiona el calorcito, mi buen Dios, y esas ganas inmensas que tenía de abrazarte.

domingo, 12 de febrero de 2012

Tomado de la mano...


Después de una entrañable y divertida tarde en el campo, he estado viendo las fotos que sacamos. Son unas simples fotos espontáneas, tanto como la manera en que surgió el plan. En ellas se ve a un puñado de personas felices, sanas, disfrutando. El suelo cubierto de nieve y un frío pelón que algunos pronto dejamos de sentir, sin darnos cuenta.

En las fotos aparecen dos niñas emocionadas, con una permanente sonrisa enrojecida por la temperatura, y la mirada inundada de ilusión y entusiasmo; expresión entre de pillas e inocentes, con una vida por delante, y la Vida ante sus ojos sin notarlo. Cuando uno es quien maneja la cámara hay veces que no es consciente de lo que tiene delante hasta que ve la imagen, y cuando esa persona es el padre de las niñas, se encuentra con un libro comenzado a escribir, y reconoce en cada gesto, en cada mueca qué es lo que realmente reflejan. Pero entre todas esas personas, me doy cuenta de que también hay otra niña pequeña, cuyo rostro dibuja los mismos sentimientos que las anteriores, aunque esa niña pequeña sea su propia madre.

Yo apenas aparezco, lo que obviamente delata quién hacía las fotos, pero además la tranquilidad y confianza en aquellos con quienes estábamos, una seguridad que me llevaba sobre la nieve totalmente despreocupado de mis hijas.

Una de las fotos me encanta, me emociona y me ha empujado a escribir estas frases sobre la cotidianeidad de una Familia. En ella se ve a un señor de espaldas sobre un manojo de finos troncos nevados que hacen de pasarela para cruzar un riachuelo, entregando una caperucita roja a un hombre alto con la cabeza baja, cubierta por una capucha que casi le oculta el rostro – pareciera un Fraile recorriendo el claustro del convento camino de la Capilla para Laudes; el padre sujeta a su hija y se la entrega al sacerdote que la toma de las manos. De la confianza en un padre a la confianza en otro Padre. Ninguno de los dos es su amigo, pero la confianza en ellos es ciega. Todo un símbolo de transmisión de la fe. En la foto los tres están aún unidos, plasmando la realidad incontestable de la solidez de una misma Familia. EL padre confiado y confiando a su hija, seguido por una madre segura y orgullosa. Este gran Redentorista toma a mi hija de la mano, y yo no puedo evitar acordarme de una canción que cantamos los domingos en PS durante la Misa de las Familias:

“Tomado de la mano con Jesús yo voy,

Le sigo como oveja que encontró al pastor.”

sábado, 24 de diciembre de 2011

Adorando al Niño

Hoy mi Niño, mi Dios, me ha invadido rotunda y serena la voz del Ángel que me impele adorarte. No soy un pastor, tan sólo un hombre desnudo ante Ti que llega tras haber partido con temor a acercarse para no manchar tus pañales con la porquería de sus manos vacías, para no rozar las pajas del pesebre con sus dedos ajados por los errores.
Mi cuévano, Señor, este año venía cargado de paquetes vacíos, de dolor causado de manera inconsciente a quien pusiste ante mí, de días sin trabajo, de angustias, de noches en vela, de segundos sucedidos como lustros, de oportunidades perdidas, de tenerte en los demás y no haberte visto, de no saber ni cómo ni dónde, de martillear los clavos cada vez que pequé. Una carga tan pesada que encorva los hombros con la misma fuerza con la que encorva el alma.
No me atrevía a acercarme mi Dios, y sin embargo, quise recorrer con tu Madre el camino de Adviento, hacerlo también con el callado José para ir avanzando tímidamente, porque eres un Bebé que me llama, una Luz que me atrae. Y a cada paso, cada día transcurrido, sentía cómo tu calor iba secando las lágrimas de mi corazón, iba notando cómo quemas Jesusito. Hasta que hoy Señor has conseguido que me rinda ante la realidad de que mi corazón es un músculo elástico cargado de amor, y que la pesadez de mi cuévano se aligera ante el misterio que tengo delante, ante la inmensidad de tu Amor. Y eres tú mismo quien me muestra lo que hay dentro de él, me haces ver de nuevo la maravilla de tu proyecto para mí: los ojos, la sonrisa y el apoyo callado y constante de mi mujer, la compañera que pensaste para mí desde el principio de los tiempos, mi amor; las risas, las caritas, los abrazos de mis hijas, su candor, su capacidad de asombro y su absoluta confianza y seguridad en María y en mí; el que fue mi propio pesebre a quinientos kilómetros de distancia donde esta Noche te adoran mis padres, una madre entregada a Tí en la decrepitud de un padre al que has regalado más tiempo; mis hermanos y los de María, nuestros sobrinos, mi Alquimista. Y lo iluminas para que pueda observar cómo, sin romperse, también están en él acampados para siempre junto a Alfonso sus hijos, la Comunidad de Sacerdotes y Religiosos que me ha mostrado Tu Redención Copiosa. Mis Amigos y todos aquellos que nos sostienen. Me asusta mirar por si con tanta gente hay ruido que pueda desvelar la placidez de tu sueño, pero lo hago, y me encuentro con un sensacional grupo de jóvenes y un grupo de matrimonios, asentados y acomodados bien profundo y seguros rodeados de más miembros de PS; allí permanecen rostros que me has traído en la pantalla de un ordenador, las Catequistas Sopeña, consagradas, sacerdotes y laicos de una pequeña habitación en San Juan de la Cruz, participantes en la Alfonsiana, otras gentes con nombres que apenas recuerdo y dos millones de personas más que no quieren salir. Y no se rompe. ¡¿Cómo es posible que no estalle?!
Pero me incitas a mirar más adentro, y me asusta descubrir aún una oquedad infinita, como esperando recibir, esperando a llenarse aunque no sepa ni cómo. Y no se romperá, yo sé que no permitirás que se resquebraje.
Desnudo y arrodillado ante un Recién Nacido, me avergüenzo por haber iniciado el Camino pensando en ofrecerle un cuévano cargado de nada. No, no es eso lo que debo ofrecerte; ni siquiera mi corazón que no es más que mi vida, tu propio regalo. Es, mi Señor, ese hueco que aún queda lo que te ofrezco. Un hueco es lo único que tengo para darte. Enséñame a llenarlo. No quiero cargarlo con mis planes ni con mis deseos; sólo quiero que sean Tus planes los que lo colmen. Toma para ello mis manos; ayúdame a que el año próximo estén limpias. O mejor, mi Señor y mi Dios, ayúdame a ensuciarlas, a mostrártelas ajadas por los demás, por contribuir aunque sea solamente un poquito a que este mundo sea mejor y que quizás alguien llegue a sentirte como te siento yo. Enséñame porque no sé cómo.
Enfrentar la vacuidad de la inutilidad a la grandeza infinita de un Bebé que ha nacido también por mí enaltece el espíritu, regenera la dignidad, recobra los ánimos y riega de alegría porque inunda de Vida y Esperanza. Ya no siento que mi espalda pese. No quiero apartarme de aquí, no quiero levantarme. Simplemente aspiro a permanecer así, abrasado por el calor de tu Amor.
Ahora mis manos ya pueden cogerte para arroparte calentito dentro del cuévano por fin vacío, e igual que las montañesas con sus hijos en las labores del campo, llevarte seguro en cada paso de mi vida. Estás tan enraizado en mí corazón que cada vez que palpita te expandes; por eso, como los pastores, con su mismo entusiasmo, me vuelvo gozoso con mi mujer y mis hijas a dar gloria y alabanza.