Esta tarde he estado en un funeral. Bueno, no simplemente he
estado. He participado con la oración y el corazón. No conocí a la persona por
quien se celebraba, pero sí a alguno de sus hijos y de sus nietos.
Yo, para esto de los funerales y las muertes soy un tipo
raro. Siempre lo vivo como algo normal, sin dramas. La pena del vacío está
siempre presente, pero encuentro tan humana, tan divina una muerte en Sus manos
que la presencia de la Luz minimiza el resto para que resplandezca lo
fundamental, la verdadera Vida.
No sé si será psicológico o directamente producto de la fe,
pero así lo vivo. La pena viene luego, pero lo hace de una manera serena
independientemente de los dramas terrenales que pervivan. Lo sé. Soy un tipo
peculiar.
No conocí a la persona por quien se celebraba el funeral,
pero quiero a alguno de sus hijos y de sus nietos, y no por ser yo un tipo
peculiar, sino porque ellos son, cada uno a su modo, extraordinarios. Tras la
Eucaristía de hoy, tengo el convencimiento de que eso que les hace
extraordinarios, la bondad, o es genética o inoculada y transmitida por quien
les acaba de dejar, su madre y abuela, de lo que deduzco que debió de ser una
mujer también extraordinaria, generadora de una familia de buenos. Y esto de la
bondad, francamente, no abunda. Radicada en la fe, una bondad en la que uno
puede confiar tranquilo sólo mirando al fondo de los ojos de muchos de los
miembros de esa familia. Seguro que sabrán transmitirla a los pequeños
biznietos.
Me gustan los funerales en los que resplandecen la fe de
quien se fue y de su familia. Que sí, que soy peculiar. Me gustan porque hacen
de los fieles, de la Iglesia, una Familia real, una oración conjunta y en
familia. Dicho así puede parecer naif, pero es la realidad. El de hoy ha tenido
lugar en casa, en PS, presidido por alguien a quien quiero, concelebrado por
sacerdotes a quienes quiero. El santuario hoy estaba lleno de gente que quiere
a esa familia, siguiendo, participando en la ceremonia con un respeto que va
mucho más allá de convencionalismos. Yo les había saludado antes de la misa,
por lo que tras la comunión me fui al fondo del templo y, desde allí, pude
contemplar la imagen bellísima del calor y el respeto de quienes decidieron acompañar a unos amigos despidiendo a su madre. Se respiraba cariño; sí, el cariño
caldeaba el ambiente. Significativo. Envidiable.
Sin duda hoy alguien sonrió desde el cielo.
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