Esta tarde alguien cercano y querido me ha reiterado una
invitación para toda la familia; la he acogido con alegría, y aunque el corazón
me impulsara a gritar (que no decir) que sí, ha sido la cabeza la que me ha
aconsejado verbalizar lo contrario. Aquel que busca y no encuentra es pronto a la
desazón y a la frustración, como es pronto al halago una vez aprehendido aquello que procura. El que sin buscar halla, descubre ante sí un
Tesoro presentado en formas y con expresiones y actitudes concretas, y,
abandonado el desconcierto inicial, vencidos los miedos, se reconoce enamorado
por esa Verdad y bucea con avidez insistente entre el presente activo y el corazón
de un anciano fallecido hace casi 225 años, simplemente vive gozoso un cambio
imparable en su Vida. De una fuerza centrípeta a una explosión centrífuga en su
entorno. Una realidad que impele el consciente y el inconsciente, que deriva en
pasión consciente, que hace huir de la pasividad. Una variación tan radical que
produce una valoración nueva de la realidad, de la propia realidad. Algo que
transforma al individuo y, a la vez, su entorno inmediato. Si además esa dicha
es compartida, esa transformación es compartida, el gozo es de una familia; sí,
de nosotros cuatro.
De buena gana habría gritado que sí. Pero la sensatez me ha
llevado a decir que no; que no ahora. No era el momento; es el momento de los
jóvenes y, aunque sé que puede no parecerlo, no me gusta perturbar el flujo
natural. Ese es exclusivamente el motivo. No otro. Ni siquiera la abismal
diferencia entre ser y estar. Ser implica compromiso y re-cognoscere; ser,
cuando connota de manera evidente una suerte de immanere lleva inherente una misma y común esencia; immanere que presupongo en acogida, ni exclusivo, ni excluyente, ni cerrado y, por
lo tanto, abierto al incontenible futuro. Cuando simplemente estás –o eres porque estás- se
evidencia la posibilidad real de temporalidad, transitoriedad o abandono, y el
Amor no pasa nunca; quizás aceptable para quien albergue intenciones de mera
efectividad inmediata, que sin duda pueden ser loables cuando son sanas y tienden
ad bonum commune en una causa concreta, delimitada y específica. Porque si hay tantas maneras de llegar a Dios como seres humanos, en el mundo unos se ven siguiendo Sus pasos y, de ellos, algunos sentimos la gozosa necesidad de hacerlo por una vereda determinada (Apostolicam actuositatem http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decree_19651118_apostolicam-actuositatem_sp.html); y hacerlo plenamente por el irreflenable attirer francés, no por el "es a tí a quien empujan" de Mefistófeles en el Fausto de Goethe.
Es una espina clavada, como la de la frente de esa Santa Rita
que el pasado fin de semana veló el sueño de un joven amigo común en Cabezón de
la Sal y que sí estará allí, porque es su momento.
De buena gana te habría dicho que sí; lo sabes. “Todo tiene
su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo”. "¡Deseas volar y no te ves libre del vértigo!", decía Goethe, pero es que éste no se vence sino cuando llegas a lo alto.
No sabes cuánto, cuánto, te lo he agradecido.
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